07 septiembre 2007

Jueves

Tu cuerpo, un poco más frío que el mío y separados por escasos centímetros generaban una corriente de aire entre los dos que me susurraba que no debía pensar, cualquier neurona debía ser exclusivamente sensitiva, no había tiempos ni preguntas, el próximo segundo no existía y el presente estaba colmado de gozos que no durarían más que eso, un segundo. Otra mañana y con ella el sinsabor tapado por el regusto amargo del café, hoy un poco más cargado de lo normal; cualquier día tiraría esas sábanas. No, me negaba a creer que un sueño había impregnado con su olor mi cama, la cama que desde hacía muchos años, no disfrutaba, sólo usaba, como se pueden usar unos zapatos de trabajo, o una cinta métrica. Maldito fantasma de Canterville y malditos otros muchos cuentos que nos hicieron creer cuando éramos niños que esas cosas podían pasar; de hecho, han pasado ya algunos años y no podría asegurar que son las mismas sábanas, ni siquiera la misma cama. Me lavé los dientes, como cualquier otra mañana, saludé al espejo, no con demasiado entusiasmo, y el paseodoscharcosautobús me dejó en la puerta del trabajo, ocho horas de una sinfonía de faxes y gritos ininteligibles compuesta por un Bartók borracho me llevaron al autobusdoscharcospaseo que me dejó en la puerta de casa; un café, algo de comida y una siestecita en un roído sofá me llevaron a la cama, la maldita cama, y cuando digo maldita, quiero decir endemoniada, mensajera de dioses y condena de mortales, tal vez, este último era mi caso. El sueño, parecido al de siempre, luz tenue sobre gris, la silueta de tú clavícula al contraluz de mi ventana y la yema de mi dedo en la que se concentraban todas las capacidades cognitivas de mi atormentada cabeza. Al amanecer, el perfume, si es que existía se hacía notar más, ahora por toda la habitación; tuve que cargar un poco más el café y acompañarlo con analgésicos, alguien puso música en el autobús, o mi subconsciente quiso darme un descanso del murmullo habitual. Ocho horas de sillas de tortura, que alguien llamó anatómicas, un par de lavativas que otro tapó con pegatinas de café, indescifrables mensajes en minúsculas pantallas y un par de tonterías de alguien a quien ni siquiera conozco me llevaron a mi raído sofá, que si no más nuevo ni limpio, hoy tenía un aspecto, si cabe, más radiante, me senté, algo de música, hoy tocaba música acuática para cenar y para después, acabar la botella de vino con el amigo Sinatra, mientras disfrutaba de un sofá aún más acomodado a mi espalda, me engañaba y lo sabía, aquel sofá era rígido como el mármol y si algo se había adaptado, era mi espalda, algún día deberían colocármela, aunque hace tiempo que dejó de doler. La última copa se la dejé a Morfeo, que pareció rechazarla porque a la mañana siguiente seguía allí, sucia y esas marcas que cualquier demente (¿empezaría a serlo?) confundiría con la huella de unos labios, ironías de los miércoles por la mañana, pensé. Salí de casa con el regusto de algo dulce en la boca y el amanerado sabor de mi colonia en el cuello, había olvidado el café y también el sueño de la noche anterior. Paré, un café, un par de donuts, “pero de esos de la caja negra”, vaya, el niño se había levantado de buen humor y un tanto caprichoso ¿el niño? No, a mí me llamaba de otra manera, por mi apellido; y por primera vez pude ver el letrero del autobús que llevaba años cogiendo. Unas chocolatinas y dos animadas reuniones me llevaron a casa la sonrisa de un tonto, un demente o algo parecido; una cerveza y unos panchitos hicieron de cena y mi monólogo eterno de compañía, una tumbona en la terraza sustituyó la cama y tu tacto mis sueños…

3 comentarios:

  1. magnifico




    tenia que decirlo

    ResponderEliminar
  2. Se agradece, el viernes fue un poco más duro de lo normal.

    ResponderEliminar
  3. Anónimo12:31 p. m.

    Estupendo relato de lo cotidiano fantástico... ¿Ha vuelto Cortázar?

    ResponderEliminar